domingo, 30 de octubre de 2016

Leyendas murcianas (y 5): Don Olegario, el aparecido

DON OLEGARIO, EL APARECIDO


Nos contaba el abuelo que aquella madrugada fría, víspera de la fiesta de Todos los Santos, volvía Antón el Rico de depositar la novia, que había sacado esa misma noche, de casa de un pariente que vivía en una pedanía vecina, cuando en la iglesia parroquial sonó un doblar de campanas como llamando a misa de difuntos. Antón pensó que el cura había madrugado un poco más de lo acostumbrado para oficiar la misa. Llevado de su devoción —porque Antón era muy devoto— entró
en la Iglesia. Pretendía con ello rezar arrepentido de la mala acción de haberse llevado la novia en la víspera de un día tan señalado como era el de Tosantos.
Empujó suavemente la puerta del templo, que crujió de una manera que a él le pareció extraña; y cual no sería su asombro al ver desierta toda la nave del templo y sólo, allá en el fondo, junto al altar estaba el señor cura inclinado sobre un viejo y voluminoso misal. Desde lejos le pareció que el cura era más pequeño y acartonado. «Serán imaginaciones mías» —pensó Antón el Rico, un tanto temeroso. Pero se llenó de valor y decididamente avanzó hacia el altar, donde el cura mascullaba enrevesados latines.
—Llegas a tiempo, Antón; necesito un monaguillo pues el sacristán duerme a estas horas. Me ayudarás a decir la Santa Misa —dijo al tiempo que volvía la cabeza hacia el lado donde Antón estaba. No pudo Antón contener el gesto de terror, pues no era el mismo cura que esos días regentaba la parroquia, sino el viejo cura Don Olegario, que hacía ya muchos años que había muerto y que él conoció de niño y lo había cristianado igual que a otros críos del lugar.
Estaba incorrupto y amarillo y rígido de facciones. Ante esta descarnada visión, Antón quiso retroceder pero le pareció irreverente salirse de la iglesia en presencia del señor cura. Y se inventó una estratagema para salir de aquel pavoroso templo, de aquella situación límite.
—Mire usted, Don Olegario, que me he dejado la puerta de la iglesia abierta; y observe la madrugada fría que está haciendo. ¿Puedo ir a cerrarla? —dijo Antón con la voz entrecortada y metida en el cuerpo por el pavoroso miedo.
Don Olegario asintió con la cabeza. Entonces, Antón, de soslayo, con pasos nerviosos y precipitados, se fue para la puerta con la intención de salirse. Ya estaba medio en la calle cuando Don Olegario, desde el altar, estiró una larga pierna que llegó hasta la puerta, dejando a Antón a la intemperie, no sin antes haberle apresado media blusa entre sus chirriantes hojas.
Espantado salía Antón vereda abajo cuando tropezó con un desconocido que viéndolo de aquel extraño modo le preguntó los motivos de su actitud despavorida. Entonces, Antón, un tanto aliviado, le contó lo de la novia depositada, lo del cura muerto y aparecido y lo de su larguísima pierna, tan larga como toda la nave del templo. El extraño, con voz cavernosa, dijo: «¿Sería tan larga como esta?» Y estiró una pierna que para la asustadiza imaginación del pobre muchacho llegaba a las laderas de los lejanos montes.
Atemorizado hasta del ruido de sus propios pasos, Antón siguió su camino. No había andado mucho cuando tropezó con una llocada de polluelos piando y picoteando las esparcidas briznas del suelo. Este hallazgo me halaga más —se dijo—. Y empezó a llamar —mini-mini— a los pollitos, que cogía de sus pequeñas alas y se los echaba al bolsillo. Confiado y un poco más alegre iba Antón cuando empezó a notar un peso insoportable en los bolsillos. Se metió la mano, y lo que eran suaves y cálidas plumillas de polluelos se le habían convertido en riscosas y frías piedras. Como quien se quita avispas, se las fue sacando, y al instante se convirtieron en un espeluznante bando de grajas graznadoras. Se le puso la carne de gallina. Caminaba huyendo de las sombras. Cualquier roce con las ramas o el liviano ruido de la hojarasca, le hacía volver la cabeza a todas partes con la desconfianza propia del zullido por lo pavoroso e inexplicable.
No llevaría andados más de cien pasos, cuando triscando delante de él se le apareció un blanco corderillo. Pensó que estos indicios le traerían mejor suerte. Cogió el lechal y lo cruzó sobre su cuello como si fuera el pastor y dueño del cándido y solitario corderillo. Anduvo así, con esta liviana carga algún trecho. Por vez primera, durante toda la madrugada, se sentía plenamente contento. Notó que en el bolsillo aún le quedaban algunos tostones. Instintivamente se sacó un puñado y, arrimándoselo a hociquito, le dijo:
—Borreguito, ¿quieres tostones?
—¿Tiene tu novia así los dentalones? —contestó con ronca y empalagada voz el sorprendente animal. Antón el Rico volvió la cabeza al oír cómo hablaba lo que él creía un inofensivo cordero, y cuál no sería su asombro cuando pudo contemplar, todo estremecido, a un extraño engendro, mitad diablo, mitad macho cabrío con unos negros y encorvados cuernos y una lengua roja, de arrebatado fuego, asomándole burlescamente entre unos largos e incisivos colmillos. Haciendo corcovas y empinándose sobre sus patas traseras, el horroroso bicho se perdió entre la espesura de los huertos.
Su asombro y su miedo crecían juntos. Sin capacidad de reacción, no le salía la voz del cuerpo, le temblaban las piernas y apenas si podía adelantar un paso. Sacando fuerzas de flaquezas, siguió adelante. Su ansia por desembarazarse de aquella agobiante pesadilla le hacía acelerar el paso. Ya estaba cerca del pequeño cañal que atravesaba la landrona y que servía de atajo. Quiso pasar, pero una turba de apariciones le cortaba el paso. En el centro mismo del canal, el que pasaba el agua de un bancal a otro, danzaba y se contorsionaba en endiabladas cabriolas enseñando la lengua y dando gruñidos guturales aquel espeluznante aquelarre.
Sobrecogido por el espanto, retrocedió en busca de un paso estrecho que la misma landrona tenía un poco abajo y que Antón había saltado tantas veces. En precipitada huida iba recordando cuentos de brujas, duendes, fantasmas y aparecidos que cuando era niño contaban sus mayores al calor de la lumbre en las noches invernales. Y le vino a la mente aquella historia de la bruja que al mediar la noche abandonaba su cuerpo y se iba a bailar con otras por los caminos y campados mientras el marido azotaba vanamente el cuerpo sin ánima que le acompañaba en la cama. También recordó el de aquella otra que el esposo la dejó errante de por vida porque puso las tijeras hechas cruz sobre el cerrojo de la puerta. O el galope de un invisible caballo alrededor de la casa, sin dejar huellas de herraduras, en otra noche de difuntos, cuando él era niño y se reía porque su madre y sus tías y vecinas allí reunidas, rezaban un rosario a las benditas ánimas del Purgatorio.
Entonces lo comprendió todo; las damas, —con este galante nombre se las nombraba— las inveteradas brujas, las contumaces noctámbulas, las eternas viajeras de la noche, le venían siguiendo desde el instante mismo en que dejó a su novia depositada en casa de su pariente.
En estos pensamientos iba cuando llegó al paso estrecho. Y cuál no sería su terror cuando vio nuevamente sobre la estrecha senda las mismas apariciones que en el canal de riego. El espantoso aquelarre hacía extraños y horripilantes visajes en medio de la todavía oscura madrugada, mientras cantaba o coro:

«Tu alma condenada 
pertenece al diablo. 
Ven y haznos compaña:
nos está esperando.»

Y entre aquellas espantosas apariciones aún se le figuró otra más aterrante, y es que un gato, que él quería mucho, lo reconoció caminando entre aquella procesión de espectros. Lo cogió entre sus brazos, pero pronto quiso acariciarlo cuando se le encrespó sacando unas agresivas uñas. Lo despidió de sí con violencia sobre las aguas del cauce, mientras decía: «Ahí vas, alma».
—Eso es lo que yo quiero: tu alma —habló el gato con voz cavernosa y endemoniada, mientras se zambullía en las frías aguas con un ruido envuelto en humo, como aquel que hace una troncada al apagarla con un caldero de agua.
Entonces recordó las santas palabras que su madre decía siempre para conjurar al enemigo invisible. E invocó con todas sus fuerzas:
—¡Ave María Purísima! ¡Jesús, María y José! ¡En el dulcísimo nombre de Jesús! ¡Líbrame, Dios mío, de estas terribles visiones!
Al instante mismo desaparecieron todos aquello seres —si es que a tan fatídica turba podían llamársele seres— pudiendo llegar a su casa sano y salvo, Antón el Rico. Aquella misma semana se casó con brevedad, pues todo lo acaecido lo atribuía a que había sacado la novia en noche tan señalada.
Así terminaba el abuelo, con un tono de voz bajísimo, casi apagado, su temeroso cuento. A nosotros, los niños, no nos cabía la ropa en el cuerpo del pavor y del miedo. Luego, no queríamos ir a la cama. Y nos costaba tiempo reconciliar el sueño.

En Frutos Baeza, Memoria de una Arcadia: la huerta de Murcia.











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