domingo, 30 de octubre de 2016

Leyendas murcianas (3): ¿Quién ha visto a las damas bailar?

¿QUIÉN HA VISTO A LAS DAMAS BAILAR?

(Una leyenda de brujas)

Varios pueblos y pedanías de Murcia, entre ellos Alcantarilla y Llano de Brujas, entran en el área de la vana superstición de que por allí se las pasan las brujas a sus anchas. Nadie las ha visto —ni siquiera Caro Baroja—; pero lo cierto es que circulan leyendas orales que nos hablan de su existencia en otros tiempos. Todo, ciertamente, producto de imaginaciones enfermizas, pero que encajaron perfectamente en las largas veladas del invierno huertano.
Según las consejas y cuentos viejos, no se manifiestan nuestras brujas con la misma crueldad y
virulencia que aquellas otras nórdicas, como las de los dramas de Shakespeare y Goethe, y ello es debido, al parecer, a que por aquí carecemos de aquellos climas brumosos y bosques espesos y misteriosos.
Alegres eran, por la información oral que yo conozco, nuestras brujas, y sólo hacían pícaras acciones o bagatelas de poca monta como aquellas de convertir la llocada de polluelos en piedras, o a la moza sacada en Día de Difuntos en cabra cerrera.
Otras leyendas sobre metamorfosis de personas y animales poblaron en otros tiempos la imaginación de niños y mayores, pero justo es decir en descargo de esta falsa creencia que a Llano de Brujas le viene su nombre por las arenas de su vecino el río Segura; arenas éstas llamadas brujas por su finura penetrante, y que en tiempos en que el río no aguantaba márgenes se hacían verdaderas dunas. Niño era yo cuando El Secano era en su mayor parte un montón de arena bruja, cuyas tahúllas han ido convirtiéndose poco a poco en fértiles tierras de naranjos.
Ahora no existen esas dunas, pero a poco se ahonde cavando, siempre se encontrará el huertano con profusas vetas de esta arena. De ahí el nombre de esta pedanía. Por eso, si alguna vez la leyenda inventó o nos trajo a través del tiempo que aquí en Llano de Brujas aparecían las damas —como galantemente se las llamaba— entre sus apacibles frondas de naranjos y limoneros, o en el cruce de cada camino vecinal o entre los huecos de las oscuras tejas morunas de alguna abandonada y vieja casa de labor, tiempo es ya de ir desechando esta absurda creencia.
Pero como la leyenda y el mito superan la realidad, el caso es que en esta pedanía de Llano de Brujas se comentan todavía hechos insólitos de brujerías y duendes. Una de las leyendas más interesantes es aquella de los vecinos, jorobados ambos e inquinosos que, medianeros de tierras, se tenían declarada la eterna guerra.
Uno de estos vecinos, llamado el «tío Vidal», cuentan que tenía relaciones con las damas. Gustaba al hombre regar de noche, a esas altas horas en que el ave nocturna turba el hondo misterio de la huerta con su espeluznante canto; e incluso aprovechaba las tandas de los demás huertanos para birlarles el agua.
En una de esas cálidas noches del otoño murciano, cuando los membrillos, los jínjoles y las manzanas tardías dejan el impacto de su profundo olor entre el paisaje huertano, salió el «tío Vidal» a regar sus hortalizas. Apenas llevaba unos tablares regados cuando oyó en la lejanía un estruendo de guitarras y laúdes que inundaban el lugar con sus extrañas y dulces músicas. Nada ni nadie veía el «tío Vidal», pero las músicas y los cánticos se hacían cada vez más presentes cantando a su alrededor:


 Granaíco dulce,
 granaíco albar,
 ¿quien ha visto a estas horas las damas bailar?

Mientras repetía el coro:

Quitemos la joroba
al tío Vidal.
Hagamos un hombre nuevo del tío Vidal.
Porque el «tío Vidal» era un viudo entrado en años al que su chepa y sus largas soledades lo aparentaban más viejo. Por eso, las damas, recordándole su viudez, una noche le cantaron:

¡Ay, maridito mío, 
cómo nos perdemos; 
tú, para nada; 
yo, para menos!


Reconociendo en lo más tierno de la copla la voz de su difunta esposa. Pero esta noche, en medio de la algarabía y risas, se lanzaron sobre el jorobado tirándole hacia el cielo en una especie de suave manteo, y arrancándole la chepa hicieron de aquel adefesio un hombre joven y atractivo. Muchos vecinos, entre admirados y temerosos, se hacían lenguas comentando el prodigio, pues les costaba creer lo que veían sus ojos.
El otro chepado, al ver a su vecino gallardo y desafiante, no pudo contener la envidia, que unida a su antigua vidriosidad, lo hacía ahora más intratable. Así las cosas y las intenciones, simuló estar regando otra hermosa noche con la esperanza de que también a él le librasen las damas de su abominable peso. Y volvieron las brujas; pero esta vez dispuestas a darle un chasco al mentido regador. Así que, entre músicas y cánticos, le acumularon la chepa del «tío Vidal» sobre la suya, ya de por sí abultada, por lo que anduvo el resto de su vida agriado por su defecto físico y las ironías y chanzas de sus malintencionados vecinos.
Tal vez esta leyenda tenga su moraleja —y de hecho, la tiene—, ya que corre en la huerta la máxima de que hay que llevarse bien hasta con el diablo, no sea que nos mande a sus demonios y nos enzancadillen, aguándonos la fiesta.
Así se nos contaban a los niños estas leyendas al calor de las buenas troncadas invernales, o en las eras, sobre la parva recién trillada, durante el buen tiempo del verano, mientras los grillos cantaban bajo el frescor de las matas y las ranas croaban a lo lejos zambullidas en las charcas y brazales huertanos.






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